Niña mía

-siempre lo serás-

Niña mía, hace más de tres décadas nos estrenamos en este mundo una fría madrugada de setiembre, tú como ser humano y yo, como tu madre. El reloj marcaba las 05:40, y apareciste tan rápido que todos los miedos de las largas jornadas de trabajo de parto de las que me habían hablado, desaparecieron en el instante de tu llegada. ¿Di a luz? ¿yo lo hice? Hoy, niña mía, diría que fuiste tú la que encendió mi luz y eres tú, la que sigue alumbrando cada una de mis horas.

Quién diría que el mundo para el que te preparé no es ni la mínima parte del que tenía previsto. Ni tú ni yo hubiéramos imaginado jamás todo lo que hemos vivido en las últimas décadas, menos en estos últimos años. Sin embargo, justamente ha sido – en esta etapa – cuando has tomado más impulso y fuerza para desplegar tus alas. 

Niña mía, en ti desaparecen mis miedos porque me regalas tu valentía, se esfuman mis dudas porque contemplo con admiración tus seguridades, se humanizan mis errores como madre porque veo tus aciertos y se borran mis tristezas cuando escucho tu maravillosa carcajada. Me das luz.

Y aquí estoy, gozando del beneficio de seguir siendo tu madre y no lo disimulo cuando te digo cosas que a veces no quieres escuchar, cuando te pregunto si has comido o dormido bien, cuanto te digo que hagas una pausa y no trabajes tanto, cuando quiero saber más de lo que me confías , cuando me muerdo la lengua y me pico por lo que me dices y esa maternidad se confirma cuando tú te molestas conmigo por algunos de mis comentarios – que por cierto, te pueden parecer impertinentes pero yo los considero certeros, touché– .

Niña mía, creo que hice bien cuando te susurraba continuamente que ser mujer era un reto enorme, que ser de contextura pequeña no era broma ni iba a ser fácil y que, pasara lo que pasara, la lectura siempre iba a ser la mejor compañera. Tú también me llenaste de susurros cuando me dijiste que no tenía que querer a todo el mundo, ni que todo el mundo tenía que quererme, que debía aprender a decir «no» y me diste una de las mejores lecciones: suelta, madre, suelta.  Y juntas nos susurramos que las pérdidas podían traer alivio y las despedidas no tenían que ser tan dolorosas, que era fundamental perdonar pero sobre todo, perdonarSE; que no servía amar sino partimos de amarNOS.

Niña mía, la vida cambió y ahora siento que tú cuidas más de mí que yo de ti. Observas con paciencia y cariño cada una de mis decisiones, me aclaras la mente cuando me asaltan las dudas, cuidas mi salud, me tomas de la mano para cruzar la pista para que no lo haga como una loca condenada y pones límites a mis torpezas sin temor alguno.

Y en este mundo de cabeza, niña mía, conservamos la complicidad de reírnos juntas, de burlarnos de nosotras mismas; sigues asaltando mi closet cuando te da la gana, compartes conmigo los planes que tal vez no lleguen pero que disfrutamos en el mundo del “podría ser”. Seguimos leyendo juntas; continuamos disfrutando de placeres culposos, hablando de temas profundos y también de huevadas. Y en todo lo anterior: iluminas mi alma.

Porque hoy, niña mía, todo se reduce a ti. Tu padre, tu hermano y yo no seríamos los mismos sin esa luz que se encendió un 13 de setiembre hace ya treintaiún años .

Todo sobre mi madre

La cómoda de mis padres era de esos lugares que me gustaba explorar cuando era niña: seis cajones gigantes a disposición. En ese universo había uno que siempre estaba cerrado. Un día vi que, antes de salir, mi madre guardaba la llave debajo de su ropa interior. El bicho de la curiosidad empezó a rumiar mi cerebro. Por eso, aprovechando su ausencia, una tarde me aventuré a sacar la llave del escondite y abrir lo que, luego entendí, sería una lección de vida.

En un orden metódico descubrí cosas importantes, tarjetas de banco, libretas de notas, pasaportes, partidas, fotos para documentos, una libreta telefónica, recibos antiguos y un gran etcétera. No obstante, mis ojos se detuvieron en un librito cuyos bordes estaban teñidos de dorado, no debía ser más grande que mi mano. Al abrirlo vi en la primera página una fecha: 1951, ¡ahhh! -pensé- esto es una vejez… y continué con mi revisión.

Pasado el tiempo,  mi madre me encargó que buscara unos viejos recibos en ese cajón. Acto seguido, aproveché y me puse a hojear el librito de borde dorado que en realidad era una agenda. Mientras iba pasando las páginas encontraba inscripciones en fechas concretas que, de hecho, habían sido fundamentales:  la propuesta de matrimonio, marzo 1951. El día de la boda, setiembre, seis meses después. La pérdida del primer bebé, noviembre de ese año. El nacimiento prematurísimo de su hija mayor (octubre 1952). El nacimiento de la segunda, catorce meses después (1954).  Registraba también un par de nombres que yo recordaba vagamente -María José y Juan Manuel-:  en mayo (1956), la hija que perdió en sala de partos; abril, tres años después, el bebé que exhaló en sus brazos el día de su nacimiento. Mi llegada después de un embarazo riesgoso, 1963.

Décadas después, cuando ella murió, tuve en mis manos nuevamente esa agenda. Al revisarla me emocionó mucho ver que había anotado las fechas del nacimiento de sus cuatro nietos.

Sin embargo, reparé en algo que tal vez antes no había visto o yo no había querido hacerlo; la única anotación escrita en lápiz : hoy me dejó para siempre, febrero 15, 1980. Esa había sido la fecha en la que mi padre se mudó de la casa.

Cuando leí eso me desarmé en su propio recuerdo. Me cubrió, en ese momento, un manto de melancolía cuando me di cuenta de que entre mis manos tenía un inventario de títulos de diferentes historias, las de ella, que, si bien no habían sido escritas, eran parte fundamental de su libro de vida, pero a la vez, del mío. En el papel eran solo fechas alegres y otras sumamente dolorosas de las que habíamos hablado varias veces sin secretismo alguno.

La memoria se va deshilachando con la edad y pienso que mi madre quiso conservar en papel esos recuerdos. ¿Qué veo como hija y como mamá? Pues un regalo, la imagen de una mujer que tuvo ilusiones, que amó, que sufrió pérdidas profundas, y que, a la vez, se hizo y rehízo muchísimas veces. Estamos hechos de nuestros dolores más que de nuestras alegrías, ella es una muestra. Me siento empequeñecida (más) ante su valentía y coraje.

Como todos, sé que no tuve una madre perfecta (qué aburrido hubiera sido) pero me queda claro que aquellas imperfecciones nacieron de las heridas acumuladas, cicatrices que he podido decodificar a lo largo de mi vida. En todas ellas todavía puedo encontrar las respuestas a las preguntas que me hago en el presente, en estos tiempos que me siguen exigiendo resiliencia.  

A ella, va mi eterno homenaje y mi añoranza.

Uno de mis salvavidas

Hace ya casi un año que un bichito desgraciado nos está manteniendo en una situación que no podemos controlar. No me estoy refiriendo a cómo la esté manejando o no un determinado gobierno o un determinado país.  Hago mención a que nosotros, como peatones (a)normales, no tenemos -finalmente- ningún control sobre lo que ocurre con el comportamiento de este virus y algunos, ni siquiera, con el suyo propio.

Vivimos, aunque no todos lo hagan, con reglas claras que son y serán parte de la salvación de nuestras almas y nuestros cuerpitos latinos: usar mascarilla, lavarse las manos y tomar la distancia de rescate (desde 1.5 metros a infinita distancia; porque más lejos, mejor).

Acabamos de entrar en la segunda cuarentena que difiere de la anterior en muchísimos aspectos. Lo más notorio es que hay personas que no hay cambiado en lo absoluto, baste como ejemplo la compulsión casi patológica por las compras como si el mundo se acabara mañana.

No obstante, vamos a darle una mirada a algunos salvavidas que influyen en el ánimo, que tal vez ─ en estos meses─ los lectores hayan encontrado, o hayan redescubierto, pulido y sacado brillo, aquellos que nos han dado esperanza y contribuido a la vez, a confirmar que el género humano todavía es eso, humano.

Están los más personales: mirar más allá de los privilegios y del propio ombligo, hacer esfuerzos por ser (más) tolerantes, ser solidarios con constancia y convencimiento, ser más resilientes, entender que tenemos que cuidarnos y que ello significa cuidar a la gente que amamos, entre una larga lista que seguramente ustedes podrían aumentar.

Muchas personas me han comentado que ─vinculado a lo anterior─ una de las cosas que se podría destacar como “salvavidas” en tiempos pandémicos es que están leyendo más. Sobre ello, leía el otro día que el índice de lectores ha crecido enormemente. Las personas han redescubierto la lectura y otras, recién se están asomando a las tierras ignotas de tantos libros maravillosos que están ahí, que buscan tales orillas para dar calma a sus corazones atribulados.

Las librerías que ya conocíamos han sido los guardianes de la bahía en un mar lleno de nadadores perdidos que no saben a dónde ir o cómo dar brazadas o ya están cansados de hacerlo.  Y con gusto enorme he sido testigo del surgimiento de nuevos libreros: los aventureros que, con los anteriores, forman parte del grupo de héroes en estos largos meses de miedos e incertidumbres.

Les confieso que entre marzo y mayo del año pasado (aunque creo que ya lo dije) fui poseída por un desgano atroz para leer. Fue tan grande mi apatía lectora que entré en trompo y Netflix no me curaba las heridas. Sabía que me afectaba una desmotivación, la reconocía, la tenía identificada, pero no podía hacer nada por remediarla. Hasta que, ingratamente no puedo recordar el título de la novela, arranqué de nuevo con la lectura. He leído varios libros a la fecha, a sugerencia de mi hija y para salvar a la memoria, llevo un archivo donde hago un registro de los títulos lo que voy terminando.

Entonces, mientras leo vivo en una burbuja, protegida del mundo como en el vientre materno, el virus no me invade, mis miedos se alejan y estoy a salvo de todo aquello que me pueda contaminar.

Sigamos nadando, sigamos buscando salvavidas.

La suma del tiempo

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Llegó diciembre y con este, lo que implica andar por los últimos días de un año que nos ha dejado marcados.

Decido hoy hacer una suerte de balance. A estas alturas, esperar el cierre de un ciclo me suena un poco raro, nos guste o no, el presente es una constante cuya puerta no tiene intención de cerrarse.

Mi mente se fija en el partidor -marzo- y creo que me ha pasado como con la edad de los perros. Así como cada año perruno corresponde a siete de los humanos, cada mes de pandemia me ha resultado equivalente a un año más de vida, más vieja, vamos nueve y contando.

Diciembre será un mes extraño, las celebraciones navideñas y el ingreso al 2021 vienen teñidos de un sinnúmero de sentimientos: tristeza, honda tristeza por los seres queridos que se fueron; frustración, por proyectos que no se dieron o empleos que se han perdido; melancolía, porque tal vez la familia no pueda reunirse, porque quedarán lugares vacíos en la mesa; nostalgia, cuando recordamos lo vivido antes de marzo y que parece tan lejano; cólera, por la situación política a la que estamos sometidos una y otra vez; temor, porque estamos conscientes de que tenemos que reprogramar nuestra psique para otro tipo de vida y no sabemos cuán preparados estamos e incertidumbre, porque repetimos como mantra: un día a la vez ya más que eso, no hay una puta certeza.

Sumado a esos sentimientos, en lo personal, los primeros meses de pandemia me trajeron una depresión lectora tremendísima. No podía leer más de dos líneas, la conexión había desaparecido, silencio en las palabras. Hasta que un buen día, y sin forzar nada, recuperé el mágico nexo que he tenido con los libros y dejé de angustiarme cuando uno que otro día no me provocaba leer. Trato de recordar si fue algún libro en especial, pero de ahí en adelante, leí tanto que ni me acuerdo… Tuve consuelo al saber que a muchos conocidos les estaba pasando lo mismo.

Contraje el síndrome de ya no querer salir de casa, y hasta hoy, la calle me está resultando abrumadora, el ruido, la gente y, de hecho, sé que es algo con lo que voy a tener que luchar. Pero me da una flojera enorme y lo confieso, sigo con temor.

Sí, tengo en mi haber desazones, pérdidas, desilusiones, angustias y ansiedades, pero creo debo ver que también que he logrado ciertas conquistas en aspectos que me han hecho bien. Espero yo, me hayan ayudado a convertirme en una persona un poquito mejor, al menos.

Percibo a través de estas líneas, varias manos levantadas que coinciden conmigo en que hemos ganado un poco más de tolerancia, pues aguantamos cosas que antes no hacíamos; paciencia, para llevar los días rutinarios; creatividad, en áreas diferentes que abarcan desde la cocina hasta rehacernos con nuestros oficios; generosidad, muchos de nosotros que miramos a nuestro alrededor extendemos nuestra mano para ayudar en lo que podamos; re-conocimiento, porque podemos entender de qué estamos hechos, de la fortaleza que tenemos, no perder el centro y enloquece. Sería genial que tengamos una mirada más amable a nuestro entorno, una relación más armónica con la naturaleza, un mayor cuidado con lo cercano.

Pienso que a muchos, los jóvenes nos ha hecho recordar que hay que levantar la voz ante la injusticia, el abuso y la violencia. NO hay que abandonar la lucha en denunciar lo que antes callábamos; hay que seguir reconociendo que tenemos un límite y que hay que decir “basta”, “no” cuando las cosas no caminan, cuando son tóxicas.

¡Cómo hemos aprendido! Lo que pasa a mi alrededor siempre me han enseñado tantísimo. No quiero estar condenada a pertenecer a una generación de viejos caducos (por no decir otra cosa) que se pasmó en el siglo pasado y su cerebro (y corazón) se quedó plagado de prejuicios y mezquindad. Ruego nunca estarlo.

Mis hijos me han regalado tantas enseñanzas en estos meses que me saco el sombrero por cada una de sus decisiones tomadas, de su riesgo y valentía. En cada paso que han dado me han dejado lecciones que en la vida pude calcular.

¡Cuánta agua ha pasado bajo el puente! Cuando creíamos que lo habíamos vivido todo y que, tal vez, había llegado el momento de disfrutar un poco de la juventud de la tercera edad, el destino nos hizo un guiño irónico: un mensaje en forma de virus vino a decirnos que la aventura de ser humano solo termina cuando la luz se apaga para siempre.

Con sabor a sacarina

Hermsetas

Cuando era niña mi padre usaba sacarina. Tenía un frasquito blanco con tapa turquesa del que caía con lentitud un par de gotas, suficiente para endulzar su café de la mañana: taza gris con filo dorado. Como solía hacer con las cosas raras que llevaba a casa (la lista es innumerable) recuerdo el día que me dio a probar una cucharadita, una sensación de dulzura amarga que, desde esa lejana niñez, solo pude apreciar con una mueca. También tenía «Hermesetas», que era la misma sacarina en otra presentación -una latita con pastillitas pequeñas «blancas como la nieve»- ; alguna vez, me robé un par para chuparlas como caramelo y luego, acto seguido, las escupí lo más lejos que pude.

Acaba la cuarentena obligatoria y yo tengo un sabor a sacarina.

Hemos perdido tanto en estas semanas. Sería imposible hacer una lista porque lo más probable es que, de hecho, algo se quedaría fuera del papel. No quiero hacer una enumeración porque hay tanto invaluable entre lo que se ha ido en este periodo de tiempo detenido. En la parte superior de mi agenda y con letras negras, dice COVID 19 en cada una de las páginas a partir del 16 de marzo. En el lugar de los planes ya organizados, ahora solo destacan las manchas blancas del liquid paper:  me negué a ver dónde estaría tal día o con quién, qué estaría celebrando algún día determinado o que cita importante tenía ya agendada. ¿Para qué?

Cosas intangibles, afectos, personas, tanta pena y dolor se cubren de un silencio elocuente.

Hemos ganado tanto en estas semanas. Sería imposible hacer una lista porque lo más probable es que, de hecho, algo se quedaría fuera del papel. Ha pasado mucha agua bajo mi puente personal. En mi agenda no he apuntado nada al respecto. Tal vez, el historial de mis wasaps, el diploma de un curso virtual, los centenares de correos electrónicos, la carga enviada y recibida a través del Wetransfer, las sesiones de Zoom, las videollamadas puedan dejar testimonio de las grandes satisfacciones que han llegado a mi vida (y espero que para quedarse por un tiempo) en esta centena de días. A puro esfuerzo he tenido que desarrollar mi yo virtual para sobrevivir a varios retos, entre ellos: el podcast. En abril ni siquiera podía pronunciar bien esa palabra y decía: postcard.

Cosas intangibles, nuevos afectos, vecinos solidarios, cercanía con personas inimaginables, tantas alegrías y satisfacciones se cubren con un enorme y silencioso agradecimiento elocuente.

En casa no estamos completos y pasarán  varias semanas para que lo sea, y de hecho, sé que este mismo escenario lo vivimos varias familias. En una mano, algunos sueños se han ido cumpliendo, muchas metas trazadas se han alcanzado y otros proyectos caminan como van los tiempos, a velocidad de tortuga. En la otra, algunos se frustraron, se pospusieron o se esfumaron de un día para el otro. Sumas, restas; pérdidas, despedidas; reencuentros y  separaciones.

Sabor a sacarina, una dulzura de vida con un toque amargo. Ese es el sabor de mis varias noches en vela y que me acompañará por largo tiempo.

¿Hay alguien ahí?

 

Suspiro

Más de una vez ya pensaste o dijiste que nadie hubiese apostado que el mundo se iba a detener por una pandemia. De hecho, habías planeado para este año seguramente mejorar tu negocio, hacer una inversión, comprar tu primer departamento, tener un hijo, casarte, viajar, empezar un proyecto, incluso tenías unas ideas extraordinarias para tu nuevo trabajo que pintaba muy bien.

¿Estás ahí? Suspira.

Habías soñado escribir sobre la página en blanco del 2020 cuando todavía era 2019 y como bien decía la frase, el año que estaba por venir te ofrecía 366 posibilidades -por bisiesto-. Sin embargo, eres consciente de que al menos perderás unas 100 por la cuarentena y muchas otras.

Previste que mudarte con tus patas era bacán mientras compartían el depa pero que este 24/7 iba a matar por gotero la amistad. Calculaste por un segundo que tu matrimonio ya no daba para más con tantas jornadas bajo el mismo techo y, a la mitad de la cuarentena, ambos decidieron dar por terminado el vínculo que estiraban como chicle. O en tu caso,  la crisis entró por la puerta, y el amor se fue por la ventana.

Se te ocurrió que la  soledad se ha hecho tan llevadera que ya ni extrañas la calle, te molesta el ruido, vives feliz con todos tus deliveries, con tu buzo, tu Netflix, tu virtuales relaciones amicales y solo quieres que todo sea contigo, detigo, paratigo.

¿Estás ahí? Suspira.

Respiras el mismo aire que varios miembros de tu familia en un minúsculo espacio donde se estudia, se trabaja, se cocina y se suspira, te ahogas todo al mismo tiempos; a la vez, tienes que concentrarte en no perder la calma, en no mandar a todos a la mierda, en velar por tu psique y en rezar para que ellos hagan lo propio. Fe en la tolerancia, fe en la paciencia, fe en la fuerza de voluntad, fe en la mejor cara y sobre todo, fe en la fe.

Te pasas el día limpiando, lavando ropa, cocinando, ordenando, y encima de eso, trabajando virtualmente y esperas que alguien de vez en cuando te abrace, te agradezca espontáneamente, tenga un detalle contigo y sin embargo, te contentas con que nadie se queje y que la cosa marche en paz. Callas cuando alguien hace algún comentario con una crítica disimulada porque te duele, pero ya sabes, hay que mantener la armonía.

¿Estás ahí? Suspira.

Ahora tu vecina te saluda a través de su mascarilla y te regala un rico postre que ha empezado a hacer para recursearse porque quiere saber tu opinión (y nunca le has visto la cara completa); la señora con la que ni hablabas te ofrece hacer turnos para limpiar el área común; la palabra “comunidad” ha cobrado su real significado al buscar el bien común. Confirmaste que el miedo levanta muros, pero también los desarma.

Recibes mensajes de personas que hace años habían dejado de estar en tu vida y que quieren saber si todos están sanos por casa, encuentras solicitudes de FB de compañeros de colegio inusitados que seguramente desean recuperar viejos lazos.

¿Estás ahí? Suspira.

Te leíste todos los libros que tenías pendientes. Estás frustrado porque no puedes leer nada, no te concentras y encima, duermes mal: las mil y una pesadillas te acompañan porque una de ellas se hizo realidad: te quedaste con un libro listo a punto de entrar a imprenta.

Perdiste el trabajo, quebró tu negocio, te enfermaste,  no sabes cómo llegarás a este 30 de junio con lo poco que supiste ahorrar. Ya empezaste a ir a trabajar y te cagas de miedo cada vez que lo haces. Te repites constantemente:  sin lugar para los débiles. Perdiste un ser querido, han internado a un amigo y de la nada, presientes que ya no volverás a verlo.

¿Estás ahí? Suspira.

Estás triste, estás agobiada, estás harto, estás ansiosa, estás frustrado, estamos preocupados. Quizás estás entusiasmado con las oportunidades que pueden surgir de esta crisis, te has reinventado. Has podido ayudar a otros, cuidas de los demás y eso te hace sentir bien, humilde. Sientes culpa porque eres un privilegiado. Estás orgulloso de cómo vas sobreviviendo. Ya no das más. Tienes miedo.

Sabes que esto te ha hecho mirar todo con otro enfoque. Tuviste un baño de realidad. Criticas, pero no quisieras ni por un minuto estar en los zapatos de los que toman decisiones. Te jode mucho que tu jefe no respete para nada tu tiempo libre y crea que la virtualidad significa esclavitud.

Saliste (por fin) de la burbuja.

¿Estás ahí? Suspira.

Amas y te aman, todavía te aman: con tus kilos demás, con tus kilos de menos, con tu cara lavada y tu cabello que ha cambiado de color en estos meses. Amas y te aman, con tu mal humor, en la distancia, en la cercanía, con tus ansiedades, los nuevos tics, las obsesiones que han surgido por tener todo limpio. Amas y te aman, con las nuevas formas de amar, con esta nueva convivencia, con mascarilla, con la mano extendida para dar y recibir.

Compartes con el otro, conmigo, con tu verdadero yo interno la incertidumbre que nos envuelve como un manto, la interrogante sin respuesta de no saber, dentro de 365 días, dónde estaremos, qué haremos, cómo viviremos, con quién andaremos y si existiremos.

Estoy aquí, estoy ahí. Vuela un suspiro.

A ver, un aplauso

aplauso

Cuando empezó a la cuarentena una gran mayoría -yo, entre ellos-  se “subió al estilo europeo” e, hicimos una suerte de copy/paste de quienes se habían infectado antes que nosotros aplicando varios modelos de comportamiento, los de Europa nos llevaban casi un mes de ventaja. Una de esas estrategias fue el aplauso: forma de reconocimiento más antigua que conoce la humanidad. Y como somos gente de modas, empezamos a aplaudir al inicio de estas diez semanas.

¡Qué lindo, salimos a aplaudir! ¡Qué rídiculo, ¿por qué aplaudiríamos?! Y en limeño, puramente limeño: ¡Qué huachafo!

Lo vuelvo a confesar: yo aplaudo, y quizás lo que empezó más por moda,  personalmente, se tornó en un acto motivado por la convicción.

En mi balcón, me uno a pocas ventanas y balcones que todavía siguen aplaudiendo y hoy les quería contar por quién lo hago yo. Piensen lo que quieran: yo los respeto, respeten mis motivos.

Creo que al principio pensaba que era bonito, que era un gesto que me “conectaba” simbólicamente con todos lo que estaban expuestos directamente esta pandemia: al personal de salud y limpieza pública. Pero luego, empecé a ponerle nombre propio y pensé en mi padre médico (y mucho),  en mi amigos médicos (Álvaro, Jimmy, Recio…) en mi concuñado Beto, en mi sobrino Sebastián que vive en el extranjero abiertamente expuesto; lo hacía también pensando en las enfermeras, Luz, María, Rosita,  que habían atendido a mi madre, en los señores que anónimamente recogen mi basura y en la señora que yo saludaba todas las mañanas y, ahora veo barriendo las veredas de mi parque a seis pisos de distancia.

Al pasar los días, si bien me jodía un poco el vecino que pusiera a todo volumen  “Contigo Perú”, pensaba en mi hija que está en España y que daría la vida por escuchar ese fondo musical mientras duraba el aplauso, y por ella, salía a aplaudir de nuevo. Menos caras en las ventanas y balcones.

Y seguían pasando los días, y pensaba en los estudiantes y profesores que se jodieron este año. El triple de trabajo de mis colegas que además tienen que ser padres y madres, hacer labores del hogar y pasarse horas corrigiendo trabajos. Me imaginaba a los chicos de 5to de media que empezaron un año lleno de ilusiones que se fueron a la mierda, y los peques que con tanta ilusión iban al colegio a ver a sus amigos y misses… y por ellos, salía a aplaudir de nuevo. Menos caras en las ventanas y balcones.

Y seguían pasando los días y pensaba que la incertidumbre ha llegado para quedarse  Pensaba que todos tenemos la crítica en la punta de la lengua pero no estamos subidos en el caballo de soluciones, y qué capacidad tenemos de dispararnos al pie ¡carajo!, mientras hay personas que la siguen luchando con optimismo y por ellas, salía a aplaudir de nuevo. Menos caras en las ventanas y balcones.

Y seguían pasando los días y pensaba en los lectores compulsivos que no saben dónde se les han ido las ganas (¡¡atroz!!)  y no les provoca agarrar un libro, y a los que no leían mucho y ahora tragan página tras página y por ellos,  salía a aplaudir de nuevo.  Menos caras en las ventanas y balcones.

En una ventana lejana hay un niño pequeño que siempre aplaude. Uno de esos niños que es un cascabel, grita a voz en cuello “¡Viva el Perú! y aplaude y ríe. No recibe respuesta, pero sigue entusiasta y yo aplaudo su ilusión y su esperanza, aunque hayan menos caras en las ventanas y balcones, su lejana silueta me basta.

Y ahora, siguen pasando los días y vamos cerrando la semana 10 y contemplo 24/7 a mi marido y a mi hijo que  telechambean y (aunque no lo digan) tragan su propia incertidumbre por lo que vendrá. Y cada día  veo que las cifras de contagiados y muertes sube, y ese número representa – egoístamente-   un día más para volver a abrazar a mi hija.

Entonces aplaudo por nosotros, un nosotros universal, prefiero pensar que seremos mejores después de esto, y aplaudo para que ese ingenuo deseo se haga realidad.

Sistema molar

Zaarina y yo

Te veo el próximo martes, me dijo la dentista el viernes 13 – fecha de hecho agorera ─ ¿quién iba a saber que no habría martes, ni siguiente martes, ni post martes, pero sí hubo martes que ni te embarques y de tu casa “ni te apartes”.

Estaba en pleno tratamiento que uno se hace de vieja cuando tienes curaciones que ya parecen sitios arqueológicos. Esas que lentamente te están envenenando porque son una amalgama de materiales del siglo pasado (mercurio, zinc, estaño y la tabla de elementos periódicos) y claro, ya toca cambiarlas. Entonces, nos habíamos quedado con la muela hueca y parchada para que durara unos días y ESE martes me pondrían la -llamémosla así- tapa definitiva.

Pero el martes no llegó. El parche pasó a ocupar un lugar de permanencia. Como dirían los abogados, el parche había hecho una suerte de prescripción adquisitiva de mi muela: había llegado para adueñarse de ella porque el paso de las semanas así lo había decidido.

Sin embargo, ocurrió lo inevitable: el parche se salió. Una mañana luego de lavarme los dientes, ¡paf! Parche fuera, una masita amorfa de color celeste se me quedó en la punta de la lengua y mi muelita como si fuera una cáscara de una media naranja ya exprimida. Espero visualicen poéticamente la imagen.

La conversación por wasap con mi dentista tuvo tintes de humor, y reproduzco en imagen lo que fue:

Zarina chat

Felizmente, la línea siguiente decía: la incrustación.

Y ¿qué hacemos con la cuarentena? Pues na´, es una emergencia médica y terminamos coordinando que la tapa definitiva no podía esperar más e iría a su consultorio pasando por un protocolo de atención COVID 19.

Primero que nada, la ilusión que tenía de salir era incalculable. Me iba ir a pie a su consultorio que quedaba aproximadamente a unos 2.5 kms de mi casa. Pensar que iba a caminar 5 kms en total me sonaba como ¡¡¡ir a Disney!!!!!! Júbilo en mi corazón.

Entonces, el día pactado, me embarqué armada de mi mascarilla, anteojos, gorra, casaca multi cierres para no llevar cartera ni nada por el estilo me lancé a la calle cual dama andante; eso sí, llevaba una bolsa pseudo compradora por si me paraba “alguna autoridad” y me preguntaba qué hacía tan lejos de casa (parte de la fantasía), cosa que EVIDENTEMENTE no pasó.

Al llegar, me recibieron dos asistentes que me atomizaron totalmente en una mezcla desinfectante de alcohol y creo que hasta agua bendita (nunca está de más); luego, me saqué los lentes, gorra y casaca. Acto seguido me pusieron botitas, bata que era como para Shrek, gorro y de nuevo mis anteojos desinfectados. De ahí, pasé al baño a lavarme bien las manos y la cara. Me preguntaba que para qué me lavaba las manos si la bata me quedaba tan grande que ni yo misma era capaz de encontrar mis propios dedos. O sea, más o menos el largo de manga me llegaba a la rodilla -lo cual tampoco es muy difícil si hablamos de proporciones- .

Al salir del baño me sentaron de frente en el trono/silla forrada con un plástico donde ya me esperaba mi maravillosa dentista que deduzco tenía la enorme sonrisa que la caracteriza porque debajo de todo su traje COVID 19 (doble mascarilla, doble lente, visor al estilo soldador) sus ojos no dejaban de sonreír. Es hermoso ver cómo uno tiene que aprender a sonreír solo con la mirada.

Hagamos corto el relato para que no se me aburran:

Antes de empezar me hizo enjuagar la boca con una mezcla que tenía agua oxigenada; sentí que la infancia regresaba en ese olor a herida de niña. Obviamente el colutorio tenía sabor a perro muerto en formol, pero era necesario. Le pregunté si iba a ponerme anestesia y me dijo que si aguantaba no sería necesario y, por lo tanto, el procedimiento más corto. Yo era una dama andante, pues aguantaría. Parirás a tus hijos con dolor, yo pariría la nueva molar, así que a por ello!!!.

Alabo la paciencia, cuidado, profesionalidad de mi dentista. Mientras tarareaba una canción de Maná y rayaba el sol, hizo todo lo posible porque en tiempos de COVID 19 todo fluyera como si la vida fuera la misma; a pesar de que ambas sabíamos que no lo era.

Al terminar, desprendida de mi traje y con muela completa me despedí de ella y de todas las chicas que estuvieron esa mañana, con una gran pena de no poder abrazarlas porque sabía que fuera de bromas, ellas se exponían con cada uno de los pacientes que atenderían esa y las siguientes semanas (meses).

¡Va mi aplauso chicas!

Papá cumple cien años

Dr cabieses con camara

Te me has aparecido en sueños en estas últimas semanas, silencioso, sonriendo y mirando a tu alrededor; tu guayabera blanca, tu pantalón gris y tus eternas medias negras ─jamás hubo medias blancas en tu cajón─, el aroma a Eau de Savage, tu fidelísma cámara de fotos, tu pelo rapado, tus ojos celestes.

Fuiste un padre amoroso y complejo a la vez; cercano y lejanísimo; dominante y liberal; travieso y rígido en algunas ocasiones. Me acuerdo cuando no quisiste que me dejara el pelo muy largo porque parecía una “revejida” y a la vez, te robabas las uvas de los adornos de las mesas elegantes mientras me guiñabas un ojo. Por momentos un niño grande y travieso, y por otros, la sapiencia andante.

Quiero recordar muchos detalles de ti, en esos dieciséis años en los que viví a tu lado antes de que otros nombres y otros brazos te cobijaran. Me apena que ya algunos instante de mi memoria se los haya llevado el tiempo.

Quiero recordar hoy, a tus cien años, cómo tuviste paciencia para enseñarme a leer y a escribir mi nombre, cuando yo te terqueaba dibujando una E porque era la letra que más me gustaba. Cuando yo decía que me llamaba Capla Escabeche y tú muerto de risa me corregías una y otra vez.

Quiero recordar hoy, a tus cien años, todas esas horas que pasamos frente a un tablero de ajedrez; las noches que me subía por el lado de tu cama y me mostrabas los libros que reproducían las grandes partidas de Capablanca, Fisher, Spassky con esas fichas que tenían imanes y se adherían a un tablero de plástico. Quiero recordar que muchos años después, muchísimos, te sentaste con la misma dedicación a enseñarle a Alejandro el movimiento de cada pieza y te dejaste ganar de vez en cuando, como lo hacías conmigo.

Quiero recordar, todos esos maravillosos viajes que hicimos por el Perú. A pesar de que el último, los dos solos, fuera difícil, semanas antes de tu partida. El silencio que nos envolvió y todas las palabras que dejamos decir me dejan un sabor a melancolía.

Quiero recordar el verte concentrado en alguna lectura y que, cuando levantabas la vista y me ampayabas espiándote, me llamabas con la mano. Quiero recordar entrar sin zapatos a tu territorio, tu escritorio, la alfombra guinda, la estufa naranja, el olor a libros, tu cajón lleno de plumones y lapiceros.

Quiero recordar el día que te presenté a Juan Carlos, cuando lo agarraste del cuello y le dijiste: ¿tú sabes que yo corto cabezas, no? Pero no quiero que me asalte el recuerdo de cómo años después, mi matrimonio te fue incómodo porque te encontrarías con mi madre.

Quiero recordar cuando le explicabas a Micaela  por qué había que cuidar a los animales y más de una vez le dijiste que no dejara de hacer preguntas: es una de las herramientas más valiosas que tenemos los seres humanos, le decías. Tenlo por seguro, no te ha fallado.

Hoy, que cumples cien años,  quiero recordar tu devoción por cuidar y curar y, sobre todo, tu curiosidad y tu rigor académico, que creo fue el mejor legado que me dejaste.

Porque es día de recordar y celebrar y alejar las brumas del dolor, de los años de ausencia y despreocupación, las verdades a medias, de los desplantes, de las desilusiones: tu humanidad.

Quiero recordarte como estás en la foto, ofreciéndome tu mano; pensando que, en estas semanas que nos rodea el miedo y la incertidumbre, te me apareces en sueños para celebrar  cien años de tu nacimiento y,  ver el futuro con ilusión y optimismo.

Elogio a la locura

 

nightVamos empezando la quinta semana y ya sabemos que seguiremos en esta rutina de vivir “un día a la vez”.

No sé si les pasa, pero hay momentos en los cuales no tengo la más remota idea en qué se me ha pasado el día, ni qué día estoy viviendo. Cuando menos lo espero es la una de la tarde, y al mirar el reloj nuevamente nos dieron las seis y oscurece. Lo más probable es que la jornada se vaya en el teletrabajo, utilizar la pausa del café para meter la ropa a la lavadora, pasar escoba y trapeador, hacer la comida. A pesar de tener la suerte de tener a un par de colaboradores de lujo, no paro.

El lavado de ropa resulta de lo más fácil: van a la lavadora por default las mismas prendas que usamos hace semanas. Polos y shorts oscuros, y ropa interior que casi ya está tiesa de entrar y salir de la fuerza centrífuga de la lavadora. Voy estrenando nuevos peinados mientras que el pelo sigue creciendo -felizmente, porque he descubierto que se me cae por toneladas- y encuentro estrategias para esconder las canas.

Dicen que la rutina es buena, que nos evita caer en la depresión, que organiza mejor la vida, que aleja el estrés, que nos lleva a tomar decisiones saludables y un largo etcétera seguramente. Sin embargo, a veces creo que, por sacudirme un poco de ella, estoy en una zona gris que linda con la locura.

Síntoma 1:

La jardinería, que jamás ha sido lo mío, está haciendo sus estragos. Al salir al balcón y oír a mis amigos voladores reparo más en las macetas y me digo: manos a la obra. No sé si estoy regando mucho mis plantas y las estoy ahogando, o por el contrario, tengo que ser más generosa y darles de beber con mayor frecuencia. En todo caso, arrasé con las flores y hojas secas, armada de una tijera de jardín (tengo que comprar una nueva cuando acabe esto) e hice una poda de aquellas. Las pobres macetas, quedaron como chibolo recién ingresado a la universidad, confío en que se repondrán. No obstante, me comprometí a resucitar tres bonsáis que se habían secado:  les hablo, repito, les hablo. los sumerjo en agua, les corto sus ramitas maltrechas… y están resucitando. Bueno, solo dos, hay uno necio con el que tengo que mantener una conversación en privado. Mis orquídeas no saben nada porque no quiero ser víctima de un ataque de celos.

Síntoma 2:

Estoy teniendo sueños raros desde la primera semana de cuarentena. Mi madre se aparece en varios de ellos, supongo que es porque la tensión y la ansiedad que sufrimos todos me hacen sentirme un poco hija. Porque valgan verdades, tengo mis momentos en los que necesito ser hija nuevamente y que, en su abrazo, ella me diga que todo va a estar bien. De cuando en vez, se aparece mi padre, hermoso él, sonriendo con sus ojos color agua, vestido con su bata de médico, deduzco entonces que mi inconsciente lo convoca porque si estuviera aún en este planeta estaría primero de la fila investigando y dando toda su ayuda pasara lo que pasara. Hasta aquí, lo esperable. Freud la tendría fácil en su interpretación de los sueños y diría: normal y predecible.

Sin embargo, me empecé a preocupar cuando en mis sueños apareció el doctor Huerta: ¡wtf!  O sea, cómo les explico ¿?¡?¡?¡  En la bruma onírica aparece en una pantalla del televisor diciéndome que ya todo ha terminado: podéis ir en paz. Es decir, al día siguiente del ataque de los extraterrestres, un día después de mañana, coronavirus: fuiste para siempre y,  salimos a la calle y todos miramos. ¡¡¡Les juro por mis progenitores ya mentados en el párrafo anterior, así ha sido!!! ¡¡¡Y no me he fumado nada!!! Ni las hojas con las que arrasé.

Que tire la primera piedra al que no le están pasando cosas raras… Aquí los espero, bien parada y medio loca a estas alturas de la vida.