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Todo sobre mi madre

La cómoda de mis padres era de esos lugares que me gustaba explorar cuando era niña: seis cajones gigantes a disposición. En ese universo había uno que siempre estaba cerrado. Un día vi que, antes de salir, mi madre guardaba la llave debajo de su ropa interior. El bicho de la curiosidad empezó a rumiar mi cerebro. Por eso, aprovechando su ausencia, una tarde me aventuré a sacar la llave del escondite y abrir lo que, luego entendí, sería una lección de vida.

En un orden metódico descubrí cosas importantes, tarjetas de banco, libretas de notas, pasaportes, partidas, fotos para documentos, una libreta telefónica, recibos antiguos y un gran etcétera. No obstante, mis ojos se detuvieron en un librito cuyos bordes estaban teñidos de dorado, no debía ser más grande que mi mano. Al abrirlo vi en la primera página una fecha: 1951, ¡ahhh! -pensé- esto es una vejez… y continué con mi revisión.

Pasado el tiempo,  mi madre me encargó que buscara unos viejos recibos en ese cajón. Acto seguido, aproveché y me puse a hojear el librito de borde dorado que en realidad era una agenda. Mientras iba pasando las páginas encontraba inscripciones en fechas concretas que, de hecho, habían sido fundamentales:  la propuesta de matrimonio, marzo 1951. El día de la boda, setiembre, seis meses después. La pérdida del primer bebé, noviembre de ese año. El nacimiento prematurísimo de su hija mayor (octubre 1952). El nacimiento de la segunda, catorce meses después (1954).  Registraba también un par de nombres que yo recordaba vagamente -María José y Juan Manuel-:  en mayo (1956), la hija que perdió en sala de partos; abril, tres años después, el bebé que exhaló en sus brazos el día de su nacimiento. Mi llegada después de un embarazo riesgoso, 1963.

Décadas después, cuando ella murió, tuve en mis manos nuevamente esa agenda. Al revisarla me emocionó mucho ver que había anotado las fechas del nacimiento de sus cuatro nietos.

Sin embargo, reparé en algo que tal vez antes no había visto o yo no había querido hacerlo; la única anotación escrita en lápiz : hoy me dejó para siempre, febrero 15, 1980. Esa había sido la fecha en la que mi padre se mudó de la casa.

Cuando leí eso me desarmé en su propio recuerdo. Me cubrió, en ese momento, un manto de melancolía cuando me di cuenta de que entre mis manos tenía un inventario de títulos de diferentes historias, las de ella, que, si bien no habían sido escritas, eran parte fundamental de su libro de vida, pero a la vez, del mío. En el papel eran solo fechas alegres y otras sumamente dolorosas de las que habíamos hablado varias veces sin secretismo alguno.

La memoria se va deshilachando con la edad y pienso que mi madre quiso conservar en papel esos recuerdos. ¿Qué veo como hija y como mamá? Pues un regalo, la imagen de una mujer que tuvo ilusiones, que amó, que sufrió pérdidas profundas, y que, a la vez, se hizo y rehízo muchísimas veces. Estamos hechos de nuestros dolores más que de nuestras alegrías, ella es una muestra. Me siento empequeñecida (más) ante su valentía y coraje.

Como todos, sé que no tuve una madre perfecta (qué aburrido hubiera sido) pero me queda claro que aquellas imperfecciones nacieron de las heridas acumuladas, cicatrices que he podido decodificar a lo largo de mi vida. En todas ellas todavía puedo encontrar las respuestas a las preguntas que me hago en el presente, en estos tiempos que me siguen exigiendo resiliencia.  

A ella, va mi eterno homenaje y mi añoranza.