Cuando empezó a la cuarentena una gran mayoría -yo, entre ellos- se “subió al estilo europeo” e, hicimos una suerte de copy/paste de quienes se habían infectado antes que nosotros aplicando varios modelos de comportamiento, los de Europa nos llevaban casi un mes de ventaja. Una de esas estrategias fue el aplauso: forma de reconocimiento más antigua que conoce la humanidad. Y como somos gente de modas, empezamos a aplaudir al inicio de estas diez semanas.
¡Qué lindo, salimos a aplaudir! ¡Qué rídiculo, ¿por qué aplaudiríamos?! Y en limeño, puramente limeño: ¡Qué huachafo!
Lo vuelvo a confesar: yo aplaudo, y quizás lo que empezó más por moda, personalmente, se tornó en un acto motivado por la convicción.
En mi balcón, me uno a pocas ventanas y balcones que todavía siguen aplaudiendo y hoy les quería contar por quién lo hago yo. Piensen lo que quieran: yo los respeto, respeten mis motivos.
Creo que al principio pensaba que era bonito, que era un gesto que me “conectaba” simbólicamente con todos lo que estaban expuestos directamente esta pandemia: al personal de salud y limpieza pública. Pero luego, empecé a ponerle nombre propio y pensé en mi padre médico (y mucho), en mi amigos médicos (Álvaro, Jimmy, Recio…) en mi concuñado Beto, en mi sobrino Sebastián que vive en el extranjero abiertamente expuesto; lo hacía también pensando en las enfermeras, Luz, María, Rosita, que habían atendido a mi madre, en los señores que anónimamente recogen mi basura y en la señora que yo saludaba todas las mañanas y, ahora veo barriendo las veredas de mi parque a seis pisos de distancia.
Al pasar los días, si bien me jodía un poco el vecino que pusiera a todo volumen “Contigo Perú”, pensaba en mi hija que está en España y que daría la vida por escuchar ese fondo musical mientras duraba el aplauso, y por ella, salía a aplaudir de nuevo. Menos caras en las ventanas y balcones.
Y seguían pasando los días, y pensaba en los estudiantes y profesores que se jodieron este año. El triple de trabajo de mis colegas que además tienen que ser padres y madres, hacer labores del hogar y pasarse horas corrigiendo trabajos. Me imaginaba a los chicos de 5to de media que empezaron un año lleno de ilusiones que se fueron a la mierda, y los peques que con tanta ilusión iban al colegio a ver a sus amigos y misses… y por ellos, salía a aplaudir de nuevo. Menos caras en las ventanas y balcones.
Y seguían pasando los días y pensaba que la incertidumbre ha llegado para quedarse Pensaba que todos tenemos la crítica en la punta de la lengua pero no estamos subidos en el caballo de soluciones, y qué capacidad tenemos de dispararnos al pie ¡carajo!, mientras hay personas que la siguen luchando con optimismo y por ellas, salía a aplaudir de nuevo. Menos caras en las ventanas y balcones.
Y seguían pasando los días y pensaba en los lectores compulsivos que no saben dónde se les han ido las ganas (¡¡atroz!!) y no les provoca agarrar un libro, y a los que no leían mucho y ahora tragan página tras página y por ellos, salía a aplaudir de nuevo. Menos caras en las ventanas y balcones.
En una ventana lejana hay un niño pequeño que siempre aplaude. Uno de esos niños que es un cascabel, grita a voz en cuello “¡Viva el Perú! y aplaude y ríe. No recibe respuesta, pero sigue entusiasta y yo aplaudo su ilusión y su esperanza, aunque hayan menos caras en las ventanas y balcones, su lejana silueta me basta.
Y ahora, siguen pasando los días y vamos cerrando la semana 10 y contemplo 24/7 a mi marido y a mi hijo que telechambean y (aunque no lo digan) tragan su propia incertidumbre por lo que vendrá. Y cada día veo que las cifras de contagiados y muertes sube, y ese número representa – egoístamente- un día más para volver a abrazar a mi hija.
Entonces aplaudo por nosotros, un nosotros universal, prefiero pensar que seremos mejores después de esto, y aplaudo para que ese ingenuo deseo se haga realidad.