Archivo por meses: abril 2020

Papá cumple cien años

Dr cabieses con camara

Te me has aparecido en sueños en estas últimas semanas, silencioso, sonriendo y mirando a tu alrededor; tu guayabera blanca, tu pantalón gris y tus eternas medias negras ─jamás hubo medias blancas en tu cajón─, el aroma a Eau de Savage, tu fidelísma cámara de fotos, tu pelo rapado, tus ojos celestes.

Fuiste un padre amoroso y complejo a la vez; cercano y lejanísimo; dominante y liberal; travieso y rígido en algunas ocasiones. Me acuerdo cuando no quisiste que me dejara el pelo muy largo porque parecía una “revejida” y a la vez, te robabas las uvas de los adornos de las mesas elegantes mientras me guiñabas un ojo. Por momentos un niño grande y travieso, y por otros, la sapiencia andante.

Quiero recordar muchos detalles de ti, en esos dieciséis años en los que viví a tu lado antes de que otros nombres y otros brazos te cobijaran. Me apena que ya algunos instante de mi memoria se los haya llevado el tiempo.

Quiero recordar hoy, a tus cien años, cómo tuviste paciencia para enseñarme a leer y a escribir mi nombre, cuando yo te terqueaba dibujando una E porque era la letra que más me gustaba. Cuando yo decía que me llamaba Capla Escabeche y tú muerto de risa me corregías una y otra vez.

Quiero recordar hoy, a tus cien años, todas esas horas que pasamos frente a un tablero de ajedrez; las noches que me subía por el lado de tu cama y me mostrabas los libros que reproducían las grandes partidas de Capablanca, Fisher, Spassky con esas fichas que tenían imanes y se adherían a un tablero de plástico. Quiero recordar que muchos años después, muchísimos, te sentaste con la misma dedicación a enseñarle a Alejandro el movimiento de cada pieza y te dejaste ganar de vez en cuando, como lo hacías conmigo.

Quiero recordar, todos esos maravillosos viajes que hicimos por el Perú. A pesar de que el último, los dos solos, fuera difícil, semanas antes de tu partida. El silencio que nos envolvió y todas las palabras que dejamos decir me dejan un sabor a melancolía.

Quiero recordar el verte concentrado en alguna lectura y que, cuando levantabas la vista y me ampayabas espiándote, me llamabas con la mano. Quiero recordar entrar sin zapatos a tu territorio, tu escritorio, la alfombra guinda, la estufa naranja, el olor a libros, tu cajón lleno de plumones y lapiceros.

Quiero recordar el día que te presenté a Juan Carlos, cuando lo agarraste del cuello y le dijiste: ¿tú sabes que yo corto cabezas, no? Pero no quiero que me asalte el recuerdo de cómo años después, mi matrimonio te fue incómodo porque te encontrarías con mi madre.

Quiero recordar cuando le explicabas a Micaela  por qué había que cuidar a los animales y más de una vez le dijiste que no dejara de hacer preguntas: es una de las herramientas más valiosas que tenemos los seres humanos, le decías. Tenlo por seguro, no te ha fallado.

Hoy, que cumples cien años,  quiero recordar tu devoción por cuidar y curar y, sobre todo, tu curiosidad y tu rigor académico, que creo fue el mejor legado que me dejaste.

Porque es día de recordar y celebrar y alejar las brumas del dolor, de los años de ausencia y despreocupación, las verdades a medias, de los desplantes, de las desilusiones: tu humanidad.

Quiero recordarte como estás en la foto, ofreciéndome tu mano; pensando que, en estas semanas que nos rodea el miedo y la incertidumbre, te me apareces en sueños para celebrar  cien años de tu nacimiento y,  ver el futuro con ilusión y optimismo.

Elogio a la locura

 

nightVamos empezando la quinta semana y ya sabemos que seguiremos en esta rutina de vivir “un día a la vez”.

No sé si les pasa, pero hay momentos en los cuales no tengo la más remota idea en qué se me ha pasado el día, ni qué día estoy viviendo. Cuando menos lo espero es la una de la tarde, y al mirar el reloj nuevamente nos dieron las seis y oscurece. Lo más probable es que la jornada se vaya en el teletrabajo, utilizar la pausa del café para meter la ropa a la lavadora, pasar escoba y trapeador, hacer la comida. A pesar de tener la suerte de tener a un par de colaboradores de lujo, no paro.

El lavado de ropa resulta de lo más fácil: van a la lavadora por default las mismas prendas que usamos hace semanas. Polos y shorts oscuros, y ropa interior que casi ya está tiesa de entrar y salir de la fuerza centrífuga de la lavadora. Voy estrenando nuevos peinados mientras que el pelo sigue creciendo -felizmente, porque he descubierto que se me cae por toneladas- y encuentro estrategias para esconder las canas.

Dicen que la rutina es buena, que nos evita caer en la depresión, que organiza mejor la vida, que aleja el estrés, que nos lleva a tomar decisiones saludables y un largo etcétera seguramente. Sin embargo, a veces creo que, por sacudirme un poco de ella, estoy en una zona gris que linda con la locura.

Síntoma 1:

La jardinería, que jamás ha sido lo mío, está haciendo sus estragos. Al salir al balcón y oír a mis amigos voladores reparo más en las macetas y me digo: manos a la obra. No sé si estoy regando mucho mis plantas y las estoy ahogando, o por el contrario, tengo que ser más generosa y darles de beber con mayor frecuencia. En todo caso, arrasé con las flores y hojas secas, armada de una tijera de jardín (tengo que comprar una nueva cuando acabe esto) e hice una poda de aquellas. Las pobres macetas, quedaron como chibolo recién ingresado a la universidad, confío en que se repondrán. No obstante, me comprometí a resucitar tres bonsáis que se habían secado:  les hablo, repito, les hablo. los sumerjo en agua, les corto sus ramitas maltrechas… y están resucitando. Bueno, solo dos, hay uno necio con el que tengo que mantener una conversación en privado. Mis orquídeas no saben nada porque no quiero ser víctima de un ataque de celos.

Síntoma 2:

Estoy teniendo sueños raros desde la primera semana de cuarentena. Mi madre se aparece en varios de ellos, supongo que es porque la tensión y la ansiedad que sufrimos todos me hacen sentirme un poco hija. Porque valgan verdades, tengo mis momentos en los que necesito ser hija nuevamente y que, en su abrazo, ella me diga que todo va a estar bien. De cuando en vez, se aparece mi padre, hermoso él, sonriendo con sus ojos color agua, vestido con su bata de médico, deduzco entonces que mi inconsciente lo convoca porque si estuviera aún en este planeta estaría primero de la fila investigando y dando toda su ayuda pasara lo que pasara. Hasta aquí, lo esperable. Freud la tendría fácil en su interpretación de los sueños y diría: normal y predecible.

Sin embargo, me empecé a preocupar cuando en mis sueños apareció el doctor Huerta: ¡wtf!  O sea, cómo les explico ¿?¡?¡?¡  En la bruma onírica aparece en una pantalla del televisor diciéndome que ya todo ha terminado: podéis ir en paz. Es decir, al día siguiente del ataque de los extraterrestres, un día después de mañana, coronavirus: fuiste para siempre y,  salimos a la calle y todos miramos. ¡¡¡Les juro por mis progenitores ya mentados en el párrafo anterior, así ha sido!!! ¡¡¡Y no me he fumado nada!!! Ni las hojas con las que arrasé.

Que tire la primera piedra al que no le están pasando cosas raras… Aquí los espero, bien parada y medio loca a estas alturas de la vida.

Cometas en el cielo

Cometa
Para todos los padres cuyos hijos están más allá
de las fronteras peruanas; y para sus hijos, también.

Sé que me vas a matar cuando leas esto, pero hace días tengo un nudo en el estómago y en el cerebro y tengo que desatarlo con palabras. Perdóname por contar en público una historia familiar, pero creo alguien se podrá sentir identificado con nuestra anécdota que tiene un solo objetivo: convocar un deseo con fe y esperanza.

Cuando eras niña, generalmente, los domingos nos subíamos al carro, muy temprano de mañana, papi, tu hermano, tú y yo. Queríamos evitar a toda costa el tráfico de la Avenida Prialé que nos llevaría al encuentro de algunos rayos de sol. Nos esperaba un día bucólico, campo verde, cielo azul, fresco viento, un locus amoenus en su esplendor. ¿Qué más podíamos pedirle a la vida? Verte correr a ti y a tu hermano, columpiarte horas, subir y bajar lomas, cantar en el camino todas las canciones del cassette de “Travesura del corazón” o “Nubeluz”, apostar en cuántos minutos llegaríamos y seguramente, otros detalles más que se me están escapando.

En el camino, cada domingo y de manera infaltable, siempre hacías una pregunta:

─ ¿ Por qué no compramos una cometa?

Papi y yo nos reíamos porque no había forma de que detuviéramos el carro cuando la pista la teníamos repleta de volquetes que tratábamos de esquivar y, al lado derecho, los vendedores ofrecían sus cometas multicolores: clásicas, en forma de pájaro, con dibujos de Batman o Spiderman, entre las que recuerdo.

Cada domingo, la misma pregunta y tu mirada, a través de la ventana, se quedaba seguramente triste (de hecho, triste) y con ganas de que tus papás te compraran la cometa. Cosa que hoy, me detuve a pensar… ¿por qué nunca compramos la cometa? ¿qué nos hubiera costado comprar la cometa? ¿si nada nos apuraba, por qué nunca nos detuvimos? ¿desconfiábamos del ambulante? ¿queríamos demostrarte que no todo lo que desearas lo ibas a recibir? ¿era, en ese momento, la forma adecuada de educarte? No lo sé. Porque cuando la infancia terminó, cada vez que íbamos a Chosica, pasaba exactamente lo mismo. Al estar en esa parte de la carretera, tú preguntabas. ─¿Por qué no compramos una cometa? Pero ya en tono de broma y con más de veinte años. La pregunta nunca se esfumó. En más de una ocasión, anticipándonos, papi te decía: «¡Mira! Ahí están las cometas». Lo que desataba la carcajada familiar.

Hoy que estás muy lejos de casa y que solo puedo verte y oírte en un celular, pensé que al escribirte estas líneas podría decir, de otra forma, lo que ya sabes.

Ambas estamos conscientes de que allá donde estás hay peligro; aquí, también. Ambas tratamos de poner la mejor cara, reírnos de tonterías, burlarnos de mis compañeros de casa, comentar la situación política, aplaudir a mujeres como Toni Alva. Ambas nos contamos qué hemos cocinado, qué hemos hecho en el día, con quién hemos hablado y qué ha tenido de buena la jornada. Aplaudí tu «ají de gallina» y la semana pasada, extrañaste la pizza de los viernes por la noche.  Ambas nos levantamos el ánimo alicaído cuando lo amerita. Ayer “me acompañaste” a almorzar mientras nuestros chicos estaban en reuniones de teletrabajo. Seguimos planeando el futuro, aunque ni siquiera sepamos qué pasará la próxima semana.

Pero hoy, te digo que te extraño más que otros días, hija querida. Hoy, tuve suerte de salir a la calle -después de veinte días de encierro- y, al respirar el aire y sentir el viento, recordé aquellos domingos con nostalgia y la pregunta que llegaba siempre.

Hoy solo cuento los días para tomar tu mano y volar esa cometa contigo.